Cuando jugábamos
a las canicas todo estaba muy claro. Todos sabíamos las normas. A veces
discutíamos, sí, pero si perdías, te resignabas y esperabas a la siguiente
partida. Ahora no. Para empezar, hay chicas, con lo que si pierdes, a lo que
sea que estés jugando, la vergüenza es máxima. Aunque tampoco se puede decir
que juguemos a nada en concreto. Pablo, el mayor de todos, que ahora lleva el
pelo engominado y hacia arriba, en forma de puntas, duras al tacto, como un
erizo, a veces trae cigarrillos. Dice que son de su madre, que sólo fuma en
ocasiones especiales, y que el resto del tiempo, cuando no es ninguna ocasión
especial, guarda el paquete en un cajón de la cocina, y no se daría cuenta,
según afirma con seguridad, si falta alguno. Todos parecen saber cómo funcionan
y se empujan para coger turno y probarlo. Otras veces, las chicas proponen
juegos en los que debes escoger a alguien para besar o, aún peor, decir quién
te gusta, exponiendo así tu intimidad, como si nada, vulnerando tu propio
honor, traicionándote a ti mismo.
Una de esas tardes, volviendo a casa, a nuestro apartamento de verano, me
fijo en los edificios con sus balcones decorados con toallas a modo de
banderas. Como si uno quisiera mostrar con orgullo su lealtad hacia el verano:
ese lugar, ese territorio lejano, separado de cualquier otro sitio, en el que
las horas se alargan, el sol lo difumina todo y la arena se incrusta en la
piel. A pesar de que todo alrededor me es familiar, reparo en que las fachadas
están más desconchadas de lo que recuerdo, las calles están llenas de colillas,
botellas vacías, las bolsas de basura se amontonan alrededor de los
contenedores, las personas que me voy encontrando llevan una expresión vacía,
triste. Todo es igual, sólo con un filtro lúgubre que lo enmarca todo.
Me viene un olor
a tabaco y me doy cuenta de que soy yo, y esa noción me da una extraña
sensación de regocijo, el placer que sólo dan los secretos, pero también me
preocupa que mis padres se den cuenta nada más entrar por la puerta. Me voy
rápido a mi habitación sin contestar al aluvión de preguntas que suelen
hacerme: cómo lo he pasado, con quién he estado, qué he hecho. Antes, por las
tardes, solíamos ir a pasear los cuatro por el paseo marítimo y al llegar a la
heladería del toldo amarillo y blanco mi hermano y yo corríamos a plantar las
manos sobre la vitrina para ver quién escogía el helado más estrambótico. Yo
siempre pedía uno que combinaba menta, café y chocolate, pero nunca me dejaron
comprarlo. Me decían que no me gustaría y que aquella noche no dormiría. Jamás
llegué a comprender muy bien por qué y esto le confería al helado una
naturaleza casi mística, lo cual lo hacía aún más codiciado, elevándolo a una
categoría inalcanzable para mí.
Oigo voces y
risas que vienen del salón, seguro que están jugando a uno de esos juegos de
mesa que tanto le gustan a mi hermano pequeño. Instintivamente quiero unirme a
ellos pero hay una barrera, una barrera invisible, imaginaria, que no sé ni por
qué está allí, pero está, que me retiene. Me duele el estómago y al final me
quedo dormido.
Al día siguiente mis padres me piden que me quede con mi hermano porque
ellos tienen que ir a comprar las cosas para la barbacoa del domingo, que el
pequeño cumple años. Yo protesto, porque no hay derecho a que me dejen sin ver
a mis amigos una tarde. En el fondo siento cierto alivio, porque habíamos
quedado para ir por las rocas y a saltar por unos acantilados y, aunque no lo
reconozco abiertamente, me da miedo. Pero eso no importa, son mis derechos y
hay que lucharlos. Me doy cuenta de que la distancia entre la idea que tienen
mis padres de mí y la que tengo yo de mí mismo, es insalvable. Acabo aceptando
a regañadientes.
La barbacoa transcurre con normalidad, salvo por el hecho de que hay un
buen puñado de niños pequeños correteando como desquiciados por toda la casa o
grupos de adultos charlando sobre cosas muy aburridas. De mi edad no hay nadie,
así que al final me decanto por unirme al grupo de salvajes que están en plena
guerra de pistolas de agua. Intento sin éxito poner cierto orden, consuelo a
los que lloran y pongo alguna tirita. Al cabo de un rato, rendido y exhausto, me
siento en una silla a mirarles. Por unos
instantes envidio la simplicidad de sus juegos, sus risas espontáneas suenan
como un eco distante. Recuerdo la caja de canicas que con ilusión había puesto yo
mismo en mi maleta el día antes de venir, que debe de seguir ahí, resignada, ajena
a su inminente caída en el olvido. La saco y se me acercan todos como si de
caramelos se tratara. Les explico las normas mientras me miran con toda la
concentración que pueden e intentando reprimir su impaciencia por empezar a
jugar.
Irremediablemente llega el último día de vacaciones y decido concederles a
mis padres el deseo que llevan pidiéndome todo el verano así que, por la tarde, vamos
los cuatro a dar un paseo por el paseo marítimo. A cambio, ellos me conceden el
helado de menta, café y chocolate. Lo encuentro amargo. No me gusta. Y aquella
noche no duermo. En su lugar, permanezco tumbado con los ojos abiertos y
escuchando la respiración profunda que viene de la cama de al lado, donde
duerme mi hermano. Y pienso, en los veranos vividos y en los que quedan por
llegar.
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