El recepcionista, muy atento, nos entrega las llaves mientras pronuncia unas palabras que no alcanzo a entender. Hay ruido de niños chillando y saltando en la piscina que tenemos justo detrás y que el ventanal que la separa de la recepción no logra atenuar. Y además está la mascarilla, con lo que tampoco puedo leerle los labios. Tampoco es que antes supiera leerlos la verdad. Por la forma que veo que adoptan sus ojos intuyo una sonrisa, así que contesto que de acuerdo y gracias, también con una sonrisa que no sé si apreciará. Solo quiero llegar a mi habitación y estirarme un rato en la cama. No me gusta conducir, me produce una tensión en los hombros y en el cuello que se extiende a veces a toda la espalda. Y no es que haya realizado un trayecto largo, ni mucho menos. Este años hemos decidido que sería mejor ir de vacaciones dentro de nuestra provincia, por si las moscas. Mi mujer se ofreció a conducir ella, como siempre, porque sabe que sufro. Pero sería peor. Si no estoy al volante me mareo y acabo igual de tensionado porque voy haciendo los mismos gestos con los pies como si condujera yo, y muevo el cuerpo a derecha e izquierda como si pudiera influir en la trayectoria del vehículo o en la de los que nos vamos cruzando.
En fin, después de una merecida siesta, vuelvo a recepción porque, según mi mujer, el agua caliente no funciona. Al llegar me encuentro con que el recepcionista de antes se ha quitado momentáneamente la mascarilla para beber agua y advierto que tiene una cara totalmente diferente a la que yo había construido en mi cabeza a partir de los rasgos que la mascarilla me había dejado ver, lo cual me horroriza y me dejará, seguramente, descolocado ya para el resto del viaje. Para empezar, tiene barba y unos labios demasiado gruesos para su cara. Su nariz no me molesta, pero es el conjunto, que no me cuadra. Debo de haber puesto una cara rara porque me mira con preocupación y me dice:
—¿Está todo
bien?
Me recompongo un
poco como puedo y contesto:
—Sí, sí, es el agua caliente, que no funciona.
—Ya, como le
dije antes, hay que encender primero el calentador y esperar unos veinte
minutos.
Así que era eso
lo que me intentó decir cuando nos despedimos antes.
Sigo mi camino y el panorama es en apariencia normal. Y digo en apariencia porque, no sé si los demás lo notarán, pero yo aprecio una atmósfera algo extraña. Algunos se bañan en la piscina, otros toman algo en el bar, niños juegan en el arenero, pero es como si no estuvieran realmente disfrutando, no me convencen. En un momento dado me doy cuenta, no sé muy bien cómo, de que me he infectado de la misma dolencia que padecen aquellos turistas y siento que estoy allí de alguna manera obligado, como un rehén que finge que todo va bien bajo las órdenes de un secuestrador cruel e invisible. Me recuerdo al protagonista de El increíble hombre menguante, una extraña niebla me ha envuelto y me siento diferente. Si yo también menguo, me digo, tendremos que deshacernos del gato.
Entro en el bar
y pido una cerveza, quizá así se me pase. Al cabo de un rato veo que se acerca
mi mujer, se sienta conmigo y en un arrebato de sociabilidad impropio de mí, le
digo:
—Hay una
barbacoa esta noche aquí, podríamos venir, la gente parece maja.
— ¿Cuántas
cervezas llevas? —Me dice, extrañada.
El caso es que
después de unas horas, allí estamos, rodeados de nuestros vecinos de
vacaciones, disfrutando de una amena barbacoa. Sin embargo, en silencio, yo lo veo más bien como una
coreografía perfectamente planeada y ensayada. Compruebo que mi sensación de
extrañeza sigue ahí. Creo que lo que me ha empujado a venir es un interés
morboso en observar a esta gente, que disfruta a la fuerza, pienso que en algún
momento a alguien se le escapará un grito de socorro. Intento averiguar si mi
mujer también lo percibe sin que me tome por loco.
—¿No notas nada
raro?
—Como qué.
—No sé, la
gente, el ambiente. ¿No te parecen todos extrañamente felices?
—Has sido tú el
que has insistido en venir, ¿eh? Si quieres nos vamos.
En eso, a lo
lejos, veo a una mujer que empieza a hacer una mueca, parece que va a
estornudar, y en el último instante antes de producirse el espasmo final, se
retira la mascarilla y veo a cámara lenta cómo los cientos de micropartículas
salen despedidas con violencia de su nariz y boca para ir a parar a su mesa, el
suelo y la mesa de al lado. Alrededor todos miran expectantes, como quien mira
un lanzamiento de penalti en el último minuto de partido. A partir de ahí se
desata la histeria. Comienzan a increpar a la mujer de una forma anormalmente violenta.
Todos parecen haber enloquecido de golpe, insultándose y gritándose los unos a
los otros. Se oyen cosas como: “¡Nos vas a contagiar a todos!”, “¡Nos tendremos
que confinar!” “¡Ponedla en cuarentena!” Los gritos se escuchan algo
amortiguados por las mascarillas, lo que hace el espectáculo aún más
inquietante.
Miro fascinado
el estallido que se está produciendo delante de mis ojos mientras mi mujer me
tira del brazo para que nos alejemos de allí lo antes posible. La tensión va
escalando a una velocidad asombrosa y ya solo alcanzo a ver algún puñetazo y al
recepcionista de la cara rara corriendo hacia el tumulto para intentar poner
orden.
—En Miami un
hombre ha abierto fuego en la recepción de un hotel para que la gente respetara
la distancia de seguridad —me comenta mi mujer, de camino al coche.
Reproduzco la
escena en mi cabeza y me río por dentro.
—¿Quieres que
coja yo el coche?
—No, ya conduzco
yo.
Mientras nos
alejamos tengo la sensación de estar saliendo de otra dimensión de la realidad.
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