Entre resoplidos
y caras de hartazgo llegué al banco de madera y me senté como pude. Busqué sin
éxito su mirada, pero ella miraba al frente, bien erguida, con las orejas
tiesas. Seguro que podía notar mis ojos puestos en ella e incluso me pareció
por un momento que se iba a girar hacia mí, pero refrenó su impulso. El repique
de sus patas contra el suelo era lo único que se oía en la sala, hasta que la
voz del juez con toda su potencia nos sobresaltó a todos:
—¡Tortuga!
¡Liebre! Explíquense.
Yo miré a mi
alrededor, como buscando ayuda, pero antes de tener tiempo casi ni de
reaccionar, la liebre comenzó a hablar, o más bien a vomitar una serie de
palabras que parecía haberse aprendido de memoria.
—Exijo que se le
retire la medalla a la tortuga de inmediato y que se me dé una indemnización
por los daños causados a mi imagen.
Acto seguido el
juez me miró, esperando una reacción por mi parte.
—Yo… —titubeé.
La verdad es que me estaba costando mucho seguir lo que estaba ocurriendo, todo
me daba vueltas, estaba prácticamente recién despertado de mi hibernación de
tres meses— yo pensaba que veníamos a hablar de la carrera del próximo verano.
Se escucharon
algunas risillas en la sala, pero el juez hizo caso omiso y se dirigió de nuevo
a la liebre:
—¿Por qué cree
usted que se le debe retirar la medalla a la tortuga?
—¡Hizo trampas!
—dijo, señalándome, pero aún sin dirigirme la mirada.
—¿Qué pruebas
tiene?
Yo seguía la
conversación como quien sigue la pelota en un partido de tenis, como si la cosa
no fuera conmigo. Algo me decía que debía ponerme en pie y defenderme, pero
sólo sentía una necesidad casi irrefrenable de meterme hacia dentro de mi
caparazón.
—Me puso algo en
el agua, seguro. Y me dormí.
Al salir de
allí, me quedé en la puerta, viendo como desfilaban todos sin atreverse a
mirarme. Alguno, sólo alguno, me dirigió una mirada rápida con una mezcla de
tristeza y culpa y musitó un “lo siento”.
El último en
salir fue el topo, que me llevó a un lugar un poco apartado y me comentó casi
susurrando y mirando inquieto hacia ambos lados de vez en cuando, que la liebre
no había perdido el tiempo durante aquellos tres meses en que yo había estado
hibernando. Día sí y día también la había visto paseándose por el pueblo
comiéndole la oreja a todo el que se encontraba. Sus interlocutores, el búho,
el caballo, las ovejas, al principio ponían cara de sorpresa e incredulidad al
escuchar sus lamentos, pero poco a poco había visto cómo sus expresiones se
tornaban más bien de comprensión y de apoyo. Cada vez los rumores se fueron
esparciendo y creciendo, hasta que todo el pueblo estuvo convencido de que yo había hecho trampas para ganar a la liebre en la carrera.
—Pero si yo ni
siquiera sabía que iba a participar en la carrera hasta unos minutos antes. Me
lo pidieron porque el ciervo se había torcido la pata, ¿te acuerdas?
—Lo siento,
amigo. Ya no hay nada que hacer.
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